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Familia Muégano: El concepto tóxico de la familia mexicana y la experiencia de revictimización

  • Foto del escritor: Aran Ramírez
    Aran Ramírez
  • 1 feb 2021
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 1 mar 2021

Publicado el 01 de febrero 2021| Aran Ramírez

Imagen: The Godfather III Movie



¿Y qué hago ahora?, ¿Qué más puedo hacer? ¿a dónde puedo ir?


Fueron algunas de las preguntas que me hice después de ser atacada físicamente por un miembro de mi familia. No me mal entiendan, tampoco fue algo que me tomó por sorpresa, más bien me lo esperaba, en algún momento.

La persona que me agredió tenía un largo historial de violencia, curiosamente, orientada a su familia, hacia los y las mismas que siempre la aguantaron, ayudaron y continúan manteniendo (y protegiendo) hasta el día de hoy.


¿Qué sucedió? Ahora lo explico.


Habían sido numerosas las veces que esta persona agredía verbal y psicológicamente a su madre, alguien a quien yo considero como una madre también. No pueden imaginar la impotencia que se siente escuchar los constantes insultos y actitudes malagradecidas de esta persona. Es decir, al final del día era su madre quien cuidaba (casi en su totalidad, criaba) al hijo de esta persona, quien le preparaba la comida, aún a sus casi 30 años (o más bien solo la robaba de nuestra cocina), quien la apoyaba, arreglaba sus problemas, daba la cara por ella y posiblemente, la única persona viva que aún la quería o mantenía esperanza en ella. El resto de la familia (mi familia también) no confiaba en ella o simple y sencillamente trataban de evitar cualquier tipo de enfrentamiento, una actitud bastante inteligente, debo decir.


“Cada vez que somos testigos de una injusticia y no actuamos somos más pasivos ante su presencia y con ello podemos llegar a perder toda habilidad para defendernos y para defender a quienes queremos

-Julian Assange


¿Cómo actuamos ante lo que nos parece injusto?


De acuerdo a la psicología de la filósofa Maite Nicuesa, debemos comunicarnos, decir lo que pensamos ante la situación de injusticia, no quedarnos calladas o callados y después, adoptar una nueva postura asertiva y activa sobre el tema. Bueno, en mi caso, no me quedé callada y terminé denunciando mi agresión en el Ministerio Público, definitivamente una postura asertiva sobre el tema.


Todo empezó porque la persona que me agredió, a la que nombraremos “N”, llegó varios días después de los que debía a la casa de su madre, quien nombraremos “T”, todo esto por estar en casa de su novio. Por supuesto, “N” entró como Pedro por su casa a mi cuarto, el cuarto de “T” también, donde nos encontrábamos ambas. Cuando “T” le preguntó a “N” porqué había llegado hasta ese momento, inmediatamente inició una discusión.


Volaban insultos de parte de “N”, como siempre, gritos, manoteos, etcétera. Pero la gota que derramó el vaso fue cuando “T” le preguntó a “N” (manteniendo un tono calmado) si su pareja realmente le importaba más que su hijo como para abandonarlo por días y tan seguido, a lo que ella sin titubear, o siquiera parpadear, contesto con intensidad que sí, que definitivamente su novio importaba más que su hijo.


Ya llevaba rato aguantándome el enojo, pero no me pude quedar callada más tiempo y comenzamos una discusión. Yo le reclamaba su falta de empatía y cinismo al decir tal cosa, su patético en infantil comportamiento, mientras ella solo lanzaba palabras al aire que muy posiblemente eran reflejo de su propia vida, tal como “nadie te soporta” o “todos quieren que te largues”, pero esas frases solo las había escuchado decir de parte de la familia hacia ella, nunca hacia mí. Tal vez es un mecanismo de defensa intentar insultar a las personas con palabras que te han herido a ti.


Como lo había dicho, ya venía los golpes venir, primero me lanzó algunos objetos, después se lanzó encima de mí y como toda cobarde, fue por el cabello. No sentí dolor alguno, o tal vez no lo recuerdo, pero sí estaba llorando, no de miedo o de tristeza, sino de coraje. En el momento nadie nos pudo separar, porque no había nadie en la casa más que “T” y eso lo complicó todo, no porque necesitara ayuda, sino porque conforme los miembros de mi familia fueron llegando, mi proceso de denuncia se complicó por completo y hasta el día de hoy me arrepiento de no proceder.


Estaba a punto de llamar a la policía, deseaba que la arrestaran, pero mi sobrino, el hijo de “N” llegó, se enteró de mis intenciones y como cualquier niño pequeño lloró y me rogó que por favor no lo hiciera. Me detuve.


Aún pensaba que no se podía quedar así, no podía acabar de esa manera y en la impunidad. Le pedí a uno de mis tíos que me llevara a denunciar e intentó disuadirme varias veces de hacerlo y es que, como toda familia mexicana, se rigen bajo el concepto de la familia muégano, más bien, como lo diría la Doctora en Psicología y pensadora feminista, Nasnia Oceransky, de la “Familia Mafia”.


“¿Estás segura que quieres hacerlo? Al final del día, es tu familia”. Escuché eso muchas veces.


Teniendo la actitud que tengo, fui contundente y respondí “¿vas a llevarme o no? porque voy a tomar un taxi e igual lo voy a hacer”, accedió a llevarme.


Llegue a denunciar sin zapatos, en pijama y con mis heridas frescas, comenzó el proceso de revictimización. Me hacían preguntas como “¿por qué no te mudas?”, “¿pudiste haberlo evitado?”, “¿si no tienes dinero para mudarte, por qué no trabajas para irte?”, ¿para qué te peleaste?, ¿por qué no dejas la universidad y te vas con otro familiar que te pueda recibir?”, “es más fácil que convenzan al dueño de la casa de que la corran a que nosotros la saquemos”. Lo que escuchaba no tenía sentido, me enojé, pero guardé la calma. Solo podía pensar en la revictimización sistemática y lo que deben vivir las compañeras sobrevivientes de ataque sexual que deciden denunciar. Mi situación no era ni remotamente cercana a algo así y ya me sentía terrible.


Lo peor fue cuando me pasaron a revisión médica, me recibió una mujer en sus cincuentas, con lentes y bata blanca, por educación (mientras lloraba) la saludé con un “buenas noches señora” y con un tono frio y casi de regaño respondió “Doctora”. Me revisó solo con la mirada, yo le tenía que señalar que había más heridas escondidas en el cabello y bajo la ropa para que ella lo notara, porque claramente no le importaba, ni siquiera me ofreció un curita o pañuelo para limpiar la sangre de algunas de las heridas en mis manos. Al día siguiente tuve que atender al servicio médico de mi universidad donde me desinfectaron y cerraron heridas.


No me traumatizó o marcó la situación de ser agredida, si no lo que pasó después. Le dije a mi abuelo que él, siendo dueño de la casa, podía pedir a la fuerza pública que retiraran a mi agresora de donde vivíamos, pero a pesar de que estaba increíblemente molesto e indignado por el ataque hacia mi persona, no sabía cómo correr a alguien, pensaba que dejaría a “N” en la calle y a su hijo sin madre, aunque de por sí es como si no la tuviera.


Otras personas en mi familia continuamente hacían “chistes” al respecto, tal vez pensaban que eso aligeraría la situación, pero no lo hizo, solo me recordaba que nadie había salido en mi defensa o en mi ayuda. Aparentemente todo estaba perdonado para “N” porque “es familia, es tu sangre y no se actúa contra la familia, porque la familia es para siempre”.


A excepción de mi madre y mi hermano, quienes viven en otro estado y no había mucho que pudieran hacer, no sentí en ningún momento el apoyo de nadie, la normalización de la violencia fue inmediata, no podía entender por qué nadie sentía el enojo que yo sentía, ¿por qué nadie hizo nada?, ¿ por qué nadie me apoyó en lo más mínimo?, ¿por qué al día siguiente parecía que no hubiese pasado nada?, si yo hubiera presenciado lo mismo, no hubiera dudado en ayudar a la persona atacada, a pesar que la atacante fuera de mi familia, sin pensarlo hubiera actuado en el momento.


Sentí más apoyo de mis amigos y de la doctora de mi escuela cuando les conté, que de mi propia familia. Fui obligada a vivir con mi atacante y cada vez que expresaba mi repudio hacia tal persona recibía el típico “¡cómo puedes decir eso, es tu familia!”.


La Familia Mafia es un concepto tóxico de lo que debería ser la unión familiar. Familia no significa encubrir a otros, tampoco significa perdonarlo todo y definitivamente no significa normalizar la violencia.


Debemos entender que no tenemos por qué soportar la violencia de ningún familiar, no tenemos por qué guardarle respeto o amor a quien no se lo merece y más importante aún, comprender que nuestra persona no está definida por nuestra familia, no somos quienes ellos quieren que seamos, no somos quienes ellos o ellas dicen que somos. Es crucial entender que nuestra identidad va más allá de ser la hija, la hermana o la prima de alguien y no somos parte de una mafia de cual, si decides salirte o alejarte, pagas las consecuencias.


Somos más que el pedazo de algo.

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Aran Ramírez

Publicista con orientación al copywriting, redactora por vocación y colaboradora feminista.

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